Relato literario de Eva Borondo
Llegó un momento en que los grupos de figuras empezaron a sentirse molestos y empezaron a gritarse entre ellos en lenguas desconocidas
Los domingos literarios
Llegué siguiendo al hombre hasta un descampado y lo vi entrar en la vieja fábrica abandonada.
Aparqué relativamente lejos de su coche para que no advirtiera mi presencia allí y antes de introducirme en el viejo edificio preferí llamar a mi jefe a la redacción y decirle mi situación por si acaso me pasaba algo. Respiré profundamente y cogí la cámara de fotos y el móvil, aunque dejé todo lo demás para no cargar demasiado con cosas inútiles.
El camino hasta la puerta estaba enfangado y el barro me hizo resbalar varias veces antes de subirme a unos tablones de madera que conducían a una pequeña puerta desvencijada que me dio paso a un despoblado espacio con escaleras metálicas.
Las subí con miedo a ser descubierta, pero con ganas ya de desentramar lo que se escondía en aquel sitio y saber, por fin, a qué se dedicaba el hombre misterioso que me habían hecho seguir en el trabajo. Estos negocios turbios me habían llevado más de una semana y me tenían sin pistas, por lo que mi única salida era entrar en la vieja fábrica.
Me arrimé a una pared que ocultaba los movimientos del hombre en la planta superior y que daba exactamente a un lugar similar al de abajo, una gran zona vacía.
El individuo estaba sacando de una habitación de cristal, uno a uno, maniquíes desnudos que colocaba con cuidado a lo largo de toda la sala.
En cuanto las figuras de plástico tocaban con sus pies el suelo adquirían apariencia muy humana, aunque eran incapaces de moverse del sitio, ni tampoco hablar y no parecían darse cuenta de la situación en la que estaban.
Cuando empezó a faltar espacio, el hombre creó una especie de núcleos familiares agregando a uno de los maniquíes con forma de hombre otro con forma de mujer y otro más con forma de niño pequeño. A veces, hacía grupos solo de hombres, exclusivamente, o de mujeres, pero nunca con niños, pues había muy pocos.
Llegó un momento en que los grupos de figuras empezaron a sentirse molestos y empezaron a gritarse entre ellos en lenguas desconocidas con lo que unos grupos no entendían a los otros y viceversa. Se produjo un gran alboroto en la sala y yo no podía creer lo que veía con mis propios ojos. Quise irme de allí como fuera, pero mis piernas no me respondían.
Lo último que vi fue al hombre trasportándome a la habitación de cristal, junto a otros muñecos plastificados.
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