Relato literario de Eva Borondo
Una bolsa de líquido salino se derramó por la mejilla de la viuda, después de conseguir filtrarse por el bosque de sus pestañas
Los domingos literarios
Miró sobre su cabeza y respiró humedad. Todavía faltaban un par de horas para que se hiciera de noche, sin embargo, la casa estaba lejos y sus pasos en la tierra y en la hierba eran más lentos que en el sendero de piedra, por lo que decidió acelerar con grandes zancadas su vuelta. Al cabo de unos minutos estaba agotado y sudaba como si le hubiera llovido encima un aguacero. Paró y se apoyó en un árbol de corteza rugosa. Respiró profundamente y volvió a caminar con un sudor frío hasta la cabaña que estaba ahora a tan solo unos metros.
Se quitó con una mano el polvo de la cara y los mosquitos que se le habían pegado en el bosque. Casi al mismo tiempo empezaron a caer gotas livianas de lluvia que pronto aumentaron sin cesar, pero en el interior ya del hogar el agua apenas se escuchaba; no era más que un rumor constante y callado.
Puso la cafetera y cuando empezaba a hervir el café llamaron a la puerta. Ernesto abrió y dejó pasar a la viuda, que traía pasteles, vino y una fiambrera con tortilla de espárragos.
La viuda se llamaba Matilde y en los días de lluvia siempre llegaba a casa del viejo para jugar a las cartas y tomar café junto a la televisión que, encendida, emitía el mismo rumor callado e indiferente del agua al caer.
Pasaron la tarde entre risas e historias antiguas de la guerra y luego bebieron vino y se tomaron la tortilla y un trozo de empanadilla de chorizo que había comprado Ernesto a una vecina del pueblo.
Al terminar la cena, la viuda Matilde se echó una rebeca por encima y recogió sus cosas. Junto a la puerta que Ernesto sostenía abierta le dio dos besos con una sonrisa vivaz y el viejo le dijo: “El domingo voy a ir a pescar. ¿Vienes?” Ella le respondió enigmática: “Quizás… si llueve…” y tomó el sendero que llevaba a su casa vieja y solitaria.
La inundación no aguantó los diques del ojo. Una bolsa de líquido salino se derramó por la mejilla de la viuda, después de conseguir filtrarse por el bosque de sus pestañas, dejando un agua sucia a su paso, debido a la intensidad de su caída, arrastrando pintura negra de rímel.
Sucedió mucho después de velarlo, tras celebrarse el funeral, en un instante en que los amigos y familiares habían olvidado que estaban despidiendo a alguien querido y cuando ella se encontraba sentada en un sofá de su casa, sin compañía.
Fue un ojo sólo el que lloró, dejando en mal lugar al otro, que parecía no sentir la pérdida del difunto marido, pero que en realidad reservaba su íntimo sollozo para más tarde.
Comentarios de nuestros usuarios a esta noticia
Me alegro de leerte Eva, como siempre haces que el lector se vea dentro de la historia ¿Cómo lo haces...? Me encanta como escribes, precioso relato cuídate, nos leemos ;)
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