Relato literario de Eva Borondo
Dedicado a Sakineh Mohammadi Hastían y a todas las mujeres de Irán
"Dios se ha prescrito a sí mismo la misericordia como ley" (Corán 6: 12).
Persia Ashtiani recuerda que hacía el mismo calor el día que se casó y sentía su pecho igual de oprimido. Rodeada de tierra, sin apenas poder respirar, buscaba en la mirada de los hombres que la enterraron algún tipo de comprensión. Sin embargo, los varones silentes no miraban el rostro de la mujer, que de cualquier manera se mantenía oculto por un enorme pañuelo negro.
Solo algunos hombres, los soberbios y malvados, pueden tomarse por su cuenta la justicia de Dios.
Un limonero enfermo pudre sus frutos y hunde sus raíces en la tierra seca de este país entristecido, mientras en el interior del edificio, el juez permanece sentado frente a una mesa con el barniz descascarillado, ordenando papeles y firmando actas. A su lado dos auxiliares guardan documentos sellados y numerosos sobres y cartas en cajones decrépitos por el tiempo, el calor, y la falta de mantenimiento. De manera particular, todo parece estar realmente limpio y el olor a lejía y a sándalo impregnan el despacho del magistrado.
Un hombre del gobierno, vestido de gris, se presentó sudoroso secándose la frente con un pañuelo mientras preguntaba sobre la asistencia de los testigos en la ejecución de la acusada. El juez señaló al patio detrás de la ventana y un auxiliar acompañó al hombre de gris hacia la explanada donde se encontraba Persia, a la que ya habían preparado para ser lapidada por el delito de adulterio.
En el interrogatorio Persia había sido muy dócil, quizás porque deseaba que el mundo supiera de su amor, del fuego que ardía en su interior.
Casada desde los catorce, no recordaba haber deseado nunca nada. El deseo para la mujer estaba duramente castigado en la nueva y extremista Irán.
Cuatro policías la retenían en una sala impersonal de alguna comisaría en Teherán y la extorsionaban para que diera el visto bueno a las acusaciones de algunos vecinos que la observaron entrar en un taxi con un extranjero y marcharse con él.
Persia, muerta de miedo, sonreía de felicidad al recordar ese día.
En su puesto de té y especias en el pueblo de su marido, trabajaba como vendedora. La mezcla de todas esas esencias creaba un olor particular que era fácilmente reconocible, pero que no era ni cilantro, ni menta, ni tampoco hinojo; no era albahaca ni pimienta, ni tampoco ajo ni cebolla, no era comino ni canela, ni olía a pasas ni a ciruelas, a aceitunas, a legumbres secas, a nada de eso, sino a una mezcla de todo. Ese aroma tan corriente para ella, despertó los sentidos del extranjero que se acercó a su puesto.
Él la invitó a un café y ella le dijo “Aquí no”. El extranjero se la llevó a Teherán, a varios kilómetros de su casa.
Persia sonreía por dentro. No encontró la manera de decirle que no.
- ¿Saben cuando una ya se siente muerta que nada importa? Eso me pasó a mí. Que prefería irme con el extranjero a seguir muerta.
Los policías no la entendían, pusieron caras serias y siguieron con la finalidad del interrogatorio.
- Entonces ¿confiesa que tuvo relaciones adúlteras?
- Yo me fui con él… en ese coche… me llevó a la cafetería de su hotel… tomamos un té y hablamos. Me regaló una flor roja, extraña, hermosa.
La muerte la dejó descansar en un patio con limones pudriéndose en el árbol enfermo.
Las primeras piedras las tiraron testigos, hermanos del marido; después siguió el juez y el resto de presentes.
Mientras era golpeada, Persia recordó de nuevo el día de su boda, y los jazmines que caían en su pelo le parecieron ahora tan pesados y duros como la piedras que le lanzaban.
La piedra número nueve la lanzó el hombre del traje gris. Fue rápido y certero. Esa piedra la dejó inconsciente y a los diez segundos murió.
El alma de Persia se elevó entonces por encima de todos aquellos varones inmisericordes y viajó a un lugar lleno de flores rojas, extrañas y hermosas.
Comentarios de nuestros usuarios a esta noticia
Me has emocionado con tu relato, me has puesto los pelos de punta. Es difícil no imaginarse la escena. Este relato debería leerlo mucha gente. No sé que decir; felicitarte es poco.
Precioso Eva. tal vez Persia hubiera deseado solo una cosa en su vida...No haber nacido en Iran, lugar en el que para las mujeres está duramente penado desear nada.
Enhorabuena por hacernos pensar con tus relatos. Cuídate ;)
Benito y Desi, gracias por leerme y disfrutar.
Besos
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