Remembranza de Vicente Dasí
“…aquellos pequeñajos con el pantalón corto y las rodillas llenas de costras de tanto estar por la calle y los huertos”
Páginas que escribí para mis nietos
------------------------------------------------------------------------
Vicente Dasí Garés
Aquellos años de la postguerra eran muy difíciles para la gente pobre, escaseaba la comida porque la gente no tenía dinero y porque los géneros de primera necesidad estaban por las nubes debido a la escasez, lo que hacía disparar los precios, cosa que a las personas que dependían de un mísero jornal, que no siempre tenían, les hacía pasar estrecheces y hasta incluso hambre.
Yo recuerdo ver niños de mi edad atiborrarse de naranjas porque los estómagos estaban vacíos de alimentos más sólidos y como los campos tocaban las paredes de mi barrio era fácil hacerse con unas cuantas naranjas, no sin riesgo de que los guardias te pillaran y te pusieran una multa, que en aquellos tiempos era una ruina para los vacíos bolsillos de mis convecinos.
Pero el hambre que hace apretujar el estomago, parece que, por el contrario, afloja y aviva las neuronas del cerebro.
Así es que aquellos pequeñajos con el pantalón corto y las rodillas llenas de costras de tanto estar por la calle y los huertos, se las ingeniaban para no ser pillados ni por los dueños ni por los guardias.
Como anécdota valga esta. Cerca de mi casa vivía un matrimonio con varios hijos, todos pequeños y el padre se vanagloriaba y sin ningún reparo contaba que su hijo mayor, que en aquellos tiempos contaría con nueve o diez años, era un maestro para robar las patatas de los campos, el chaval escarbaba la tierra con las manos, por debajo de la mata y sacaba los tubérculos, luego arrimaba la tierra y la planta se quedaba vacía de patatas pero erguida, hasta que a los pocos días la planta empezaba a amarillear y finalmente se secaba.
Cuando el dueño se daba cuenta, ya el cuco ladronzuelo había tenido tiempo de hacer varios viajes y había dejado el campo como si una extraña plaga se hubiera cebado con él.
Hay que ver como el hambre despierta el ingenio, entre los muchos casos que viví en aquellos tiempos, recuerdo uno que paso a relatar.
Uno de los campos que circundaba mi barrio tenía unos enormes ciruelos, que aunque en ese tiempo aún estaban verdes, decidimos hacerle una visita y, por cierto, con no buenas intenciones. Nos juntamos seis o siete amigos, que ninguno de nosotros rebasaría los nueve años. El miedo a que nos pillaran nos hacia ser cautos y pillos como los zorros, entramos primero en un huerto de naranjos que lindaba con el de nuestro objetivo, nos agachamos para ver si había alguien y apunto estuvimos de desistir, porque el dueño estaba en el campo de ciruelos. Pero no nos arredramos y decidimos que la mitad de nosotros iría por un lado de la senda para provocar al dueño, el resto iría por la otra parte y haría acopio del género que luego nos repartiríamos allá en la calle de abajo, donde solíamos jugar siempre.
Así lo hicimos, a mí como él más pequeñajo, me tocó ir en el grupo que debía llamar la atención del dueño, los otros, los más mayores, se encargarían del trabajo, no sin antes avisarnos que si no entreteníamos bien al dueño y los pillaba nos iban a dar más palos que a una estera.
Nosotros nos pusimos muy cerca de los ciruelos y empezamos a gritar para que el dueño se percatara de nuestra presencia, cosa que así ocurrió, el dueño en un periquete se planto frente a nosotros mirándonos con cara de pocos amigos, pues no se fiaba ni un pelo de nosotros, corríamos, nos peleábamos, él un poco mosca nos decía que nos marcháramos a jugar a otro sitio y nosotros, dale que te pego y hasta teníamos la desfachatez de hacer amagos de dar zarpazos a aquellos arboles llenos de fruta verde. El hombre se encorajinaba y nos amenazaba con darnos un cachete y nosotros, tozudos ganando tiempo para que nuestros compañeros cogieran cuanto más mejor.
Hasta nos atrevimos a pedirle ciruelas y cada vez mas enfadado nos amenazó con llamar a los guardias, nosotros cuando comprendimos que ya había pasado bastante tiempo nos fuimos corriendo, lanzándole insultos y alguna que otra piedra.
Llegamos al punto de reunión y allí nos juntamos todos, los recolectores llegaron comiendo ya aquellas verdes ciruelas, nosotros les dijimos que hicieran pronto el reparto, se vaciaron los bolsillos y depositaron la codiciada fruta en la acera y empezó el reparto. De cada una que nos daban a nosotros ellos se quedaban dos, protestamos y nos dijeron que eran mayores y nosotros como unos pequeñajos cagones nos teníamos que conformar con lo que nos dieran.
Yo haciendo acopio de falsa chulería, me encaré con uno y le dije que si no repartían bien, cuando viera a su hermana le iba a tocar el culo. El aludido me cogió por el cuello de la camisa y casi levantándome del suelo, me dijo que si me atrevía a hacer tal cosa me daba un sopapo que me iba a cagar.
Los otros damnificados al ver que yo les había plantado cara, empezaron a engallarse, pero al oír la amenaza que aquel bruto me había lanzado, se callaron en seco, cualquiera decía algo más.
¡Ea!, todos a comer, nos sentamos en el suelo y empezamos a hincar nuestros afilados dientes en aquellas durísimas y verdes ciruelas. Con que furor mordíamos y engullíamos aquella verde y agria fruta, que aunque estaba a medio hacer, sin embargo no hacíamos ni una mueca, al contrario, nos parecía el más riquísimo manjar y mas viendo que algunos chiquillos se acercaban y nos miraban con ojos codiciosos, nosotros nos sentíamos héroes, porque poseíamos aquel rico botín.
Cuando nos hartamos, aun quedaban algunas ciruelas que lanzamos a aquellos niños que tenían la boca llena de agua de vernos comer a nosotros.
A la mañana siguiente, en aquel colegio de la carretera, cuyo maestro se llamaba Don Benjamín, fue testigo de la cagalera más grande que seguro haya habido en ninguna escuela. Los efectos de aquella fruta tan verde hicieron acto de presencia ante los atónitos ojos de aquel sufrido maestro que no daba crédito a lo que estaba pasando en su escuela. Todo comenzó al momento de empezar la clase. La costumbre era que cada vez que alguien le entrara ganas de ir al water, se le pedía permiso al maestro.
- Don Benjamín, ¿me da permiso para ir a orinar?
- Don Benjamín, ¿me da permiso para hacer de cuerpo?
De esa forma, con esas finas palabras, se nos concedía o se nos denegaba el permiso, según veía el maestro el apremio de la petición, no era cuestión de gastar agua así como así.
El primer chiquillo que se levantó de la mesa para pedirle permiso, le fue denegado por el maestro, alegando que era demasiado pronto para ir al water y que las necesidades se hacían antes de salir de casa. El chiquillo se volvió a sentar, pero a los pocos minutos volvió a plantarse delante del maestro, cosa que irrito a Don Benjamín, pues era corto de genio y poco faltó para que le diera con aquella regla que usaba más para castigar que para hacer algún trabajo. Volvió el muchacho a sentarse en su mesa, se veía que hacía esfuerzos y muecas de dolor en la barriga, cosa que pasaba desapercibida por el maestro. De pronto, el chiquillo se levantó y desde su mismo sitio, con voz de apremio empezó a pedirle permiso, pero no terminó la frase, de su cuerpo salió un raro ronquido y seguidamente la escuela empezó a llenarse de una fuerte peste que penetraba por nuestras narices, haciendo que todos nos las tapáramos con los dedos. Por estar sentado en la mesa de detrás, yo fui el primero que vi como por debajo de la pernera de aquel pantaloncito, empezó a chorrear la materia que castigaba nuestros olfatos. Me levanté de un salto y como si hubiera descubierto las Américas, grité a voz en cuello: “Don Benjamín, ¡se ha cagado!”. Todos empezaron a reír y el muchacho giró la cabeza lanzándome tal mirada que me senté todo azorado de haber sido tan vehemente en mi descubrimiento. El chiquillo no gozaba moverse de su sitio, estaba petrificado y en su rostro se adivinaba el mal rato que estaba pasando.
El maestro, al oír mi grito y percibiendo en el aire los efluvios que herían nuestros olfatos, no dudó que algo raro le había pasado a aquel azorado discípulo. Se acercó con cara de asco y miró el trasero manchado del chico. Levantó la vista y la voz fue tajante y autoritaria: “¡Al lavabo a limpiarte, so cagón!”. Y el chaval empezó a moverse en dirección al lavabo, que figura tan grotesca, marchaba patizambo, mientras le caían unas gotitas parduscas por entre las piernas que iban marcando el rastro por donde pasaba.
Pero no terminó ahí la cosa, al momento otro chico pidió con voz lastimera permiso, pues notaba que se cagaba por momentos, el maestro temeroso que pasara otro desaguisado como el anterior le dijo que se pusiera a la puerta del water y cuando saliera el otro que entrara, al momento, antes de salir el primero ya estábamos todos los que habíamos comido las ciruelas, haciendo cola a la puerta del water.
Aquello fue Troya, allí estábamos todos, dando saltitos y cogiéndonos la barriga dolorida por fuertes retortijones. Cuando a fuerza de gritos salía uno, el siguiente ya se metía con los pantalones cagados, muchos volvían a ponerse a la cola, pues su cuerpo pedía desahogo sin misericordia, acompañados de fuertes dolores de barriga.
El maestro se notaba nervioso y parecía asustado, no se explicaba aquella cagalera colectiva que le estaba llenando de excrementos la escuela.
Después de un buen rato, aquello empezó a calmarse, el piso de la escuela estaba lleno de unos chorretones que daban un olor desagradable y nauseabundo. El maestro marchaba de puntillas de un lado a otro, dando órdenes y amonestando a los que reían y se burlaban del mal rato que estábamos pasando. Hasta que por fin los cuerpos vacíos, sin ya nada que expeler al exterior, quedaron marchitos, como agotados, como queda un maltrecho ejercito después de librar una terrible batalla.
Pero el problema no terminó ahí, a la puerta del water estaban la mayoría de los cagones con los pantaloncitos cogidos por la punta de los dedos y con cara de asco, cualquiera se ponía aquello, las ‘pelilas’ pequeñitas y arrugadas y el culo al aire hacían arrancar sonoras carcajadas al resto de la clase.
El maestro llamó a su esposa que tenía la vivienda contigua a la clase y aquella mujer empezó a ponerlo todo patas arriba, nos hizo arrinconar a todos, hasta el maestro se puso en el rincón. La mujer empezó a esparcir serrín, a baldear agua y a barrer, mientras nosotros mirábamos el trabajo con ojos avergonzados, hasta el maestro se le notaba como temeroso, como temiendo de un momento a otro un rapapolvo de su mujer.
Terminada la limpieza del suelo, nos tocó el turno a nosotros, uno a uno nos lavó a todos, dejándonos más limpios que una patena, luego cogió todos los pantalones, que estaban sucios, los lavó y los tendió en aquel balcón que daba a los campos, el mío también flameó al viento como la bandera que se iza después de una batalla ganada.
Hoy después de tantos años, no puedo evitar levantar la mirada cuando paso por debajo de dicho balcón, en el que aún me parece ver aquellos pantaloncitos recién lavados y que la mayoría de ellos habían sido confeccionados de los pantalones viejos del padre.
Comentarios de nuestros usuarios a esta noticia
Muy bueno, pienso que casi todos los de esa generación tendrías anecdotas con cierto parecido. A mi me tocaba en verano ir a ka senia que tenía en el campo de les bases, mi iaio, para cuidar las higueras y es que el hambre era canija. Tambien recuerdo a algun <
Muy bueno este relato y veridico , un servidor es de una época más albanzada y recuerdo que lo de quitar narajas como frutas en verano y correr para que no te cojiesen era muy natural, pues en ese caso tu Padre te daba y te espabilaba. Yo pienso que en el cao mi mi padre para sus adentro diria esta bien pues podemos comer por lo menos el potre.
Bien como dice el buen amigo Mascarell son tristes recuerdos pero con verdad, ami me paso .
Añadir un comentario