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EL SEIS DOBLE
domingo, 8 de enero de 2023
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 Un ramito de flores amarillas (y V)

La aventura de escribir | Juan Pablo Giner


 

 

La aventura de escribir  | Juan Pablo Giner

  
 
A contraluz, no lo reconoció de inmediato, pero a medida que se acercaba, pudo distinguir el caminar indolente de quien huía del esfuerzo como de la peste, y supo de inmediato que el visitante que llegaba del pueblo era su amado Julián. Con el corazón alborotado corrió a su encuentro y tuvo que reprimirse para no echarse en sus brazos. Clara pensó que Julián, finalmente conmovido por el trance por el que ella estaba pasando, había acudido a acompañarla durante un rato para confortarla. Tan contenta estaba que no se dio cuenta de la torcida sonrisa de maldad que su rostro mostraba, idéntica a la que precedía a cualquier desaire o insulto que tantas veces prodigaba a ella o a su madre. Las dos, ciegas de amor, justificaban aquellos desprecios asumiendo inconscientemente que esa era su manera de tratar a las mujeres, pero que no significaba que no las quisiera.
Después de ver cómo estaba su padre y comprobar que seguía tranquilo, Clara ofreció a Julián dar un paseo por el camposanto que a aquellas horas, poco antes de que la oscuridad se adueñase de él, se le antojaba un lugar mágico adornado por el embriagador perfume de los jazmines. Ella quería mostrarle el mundo que había sido el suyo, antes de que la adoptase su familia. Contarle cuales habían sido sus fantasías para que la conociese mejor, para que llegase a entenderla, a amarla… Así pues, tomando el brazo que él no le había ofrecido, lo condujo al interior del cementerio. Pero Julián no había acudido allí para mostrarle su afecto o su solidaridad en aquel duro trance. Su intención era tan repugnante como su mezquindad. Cuando vio que estaban lo suficientemente alejados de la puerta de entrada, puso a Clara frente a él. La joven, ilusionada, esperaba escuchar las palabras de afecto que anhelaba recibir, pero sólo sintió, absolutamente confundida, cómo las manos temblorosas por la excitación de su amado Julián,  estrujaban sus senos sobre el modesto vestido que llevaba. A continuación, paralizada por el estupor,  vio el rostro, tantas veces soñado, desencajado por una pasión arrolladora y sintió que, introduciendo las manos en el escote, arañaba su tierno busto y trataba infructuosamente de rasgar su ropa. 
Afortunadamente, la fuerza del miserable no estaba a la altura de su maldad, y lo único que logró fue iniciar un forcejeo con Clara que, superada la desagradable sorpresa inicial, trató de combatir con todas sus fuerzas. La oposición de la joven excitó hasta el paroxismo la cólera de Julián que empezó a golpear con saña a la pobre muchacha. Incapaz de presentar batalla a la lluvia de golpes, Clara trataba de protegerse de ellos sin pensar en huir, porque su padre agonizaba cerca de allí y era impensable que lo abandonase. Un golpe especialmente fuerte hizo que Clara perdiese el sentido, pero antes de hundirse en la oscuridad tuvo tiempo de escuchar el desgarrador llanto de un bebé. O al menos eso creyó al principio, porque poco después la arrancaban de su corta inconsciencia gritos desaforados que pronto se convirtieron en aullidos de pavor.
Se incorporó dolorida y vio, poco antes de perder la consciencia de nuevo, algo que nunca sabría explicar y que con el tiempo guardaría en su memoria como un delirio, una alucinación fruto de su enfermedad: Agitando convulsamente los brazos, Julián parecía enfrentarse a un enemigo invisible que poco a poco iba reduciéndolo, hasta que los alaridos desenfrenados terminaron bruscamente, al tiempo que su rostro desencajado se hundía en el polvo del paseo.
Clara recuperó la consciencia horas más tarde en el camastro que había habilitado junto al lecho de su padre. Le despertó el silencio que ya no perturbaba la trabajosa respiración de Bautista. El sepulturero había emprendido el camino al Más Allá durante la noche. 
La muchacha trató de incorporarse para comprobar si sus temores eran ciertos, pero apenas tenía fuerzas para hacerlo y cayó junto a la cama de su padre. La extraordinaria frialdad del suelo le dio a entender que tenía una fiebre muy alta, casi tanto como la que había consumido a su padre. Se levantó con dificultad y comprobó que el sepulturero había muerto. Se abrazó a él y empezó a llorar desconsoladamente hasta que, de nuevo, perdió el sentido.  Así la encontró Consuelo, horas después, cuando se acercó al cementerio para ver cómo se encontraba y preguntarle si había visto a Julián, que había salido de casa al atardecer y no había regresado en toda la noche. Sus padres y sus hermanos lo andaban buscando en las tabernas y en los prostíbulos del lugar, y a ella se le había ocurrido pensar que tal vez había ido a visitar a su hermana, haciendo caso a las constantes recomendaciones de su madre.
Clara no pudo darle razón de Julián. Su mente, aturdida por la fiebre, confundía sueños con realidad y no era capaz de dar crédito a lo que guardaba en su memoria. Consuelo, al comprobar que su hija tenía una fiebre altísima,  añadió un nuevo temor a su corazón atribulado de madre y dispuso lo necesario para que Clara fuese trasladada a su casa, para poder atenderla debidamente y que alguien se hiciese cargo del cadáver del sepulturero. 
Pasaron algunos días. El estado de Clara no mejoraba y Julián no aparecía. La tristeza y el dolor se adueñaron de la familia de Consuelo. Parecía que la desgracia se ensañaba con ellos. El médico del pueblo visitaba diariamente a la joven confirmando que Clara padecía la misma enfermedad que había consumido al sepulturero. El padre adoptivo y sus hermanos mayores persistían en la búsqueda de Julián, pero la esperanza disminuía, día a día, en el seno de la desdichada familia.
Un día, sin embargo, Clara despertó mejor, casi no tenía fiebre y parecía comunicarse con más coherencia con sus familiares. Tal fue la alegría en los atribulados parientes que nadie se dio cuenta de que en la cabecera de la cama había aparecido un ramillete de flores amarillas. Un ramillete de “agrillo” en pleno verano, cuando dicha planta sólo florece en invierno, debía haber llamado la atención de los asistentes al milagro de la curación de Clara, pero el alivio por su recuperación fue tan grande que nadie, salvo ella,  se paró a analizar aquella extraña paradoja. Dos días después, cuando Clara se sintió con fuerzas, emprendió camino hacia el cementerio. Envuelto en un pañuelo llevaba el marchito ramo de agrillo. En ningún campo del camino hacia el camposanto encontró flores amarillas. Tampoco en la ciudad de los muertos donde, a veces, las plantas florecían con un compás diferente. La muchacha se acercó a la tumba de Fermín y depositó el ramillete junto a su busto. Mirándolo de cerca, le pareció que su sonrisa era tal como la recordaba de su niñez. Un soplo de brisa llevó hasta sus oídos el gorjeo feliz de una risa infantil. Clara sacudió la cabeza con escepticismo. Era evidente que las secuelas de su enfermedad reciente le hacían imaginar cosas que no sucedían. Tras un profundo suspiro,  se dio la vuelta y regresó a su casa.
Nunca tuvo la certeza de que si lo que había vivido con Julián en el cementerio había sido una realidad o un delirio, fruto del estado febril de su mente.
Nunca volvió a ver a Julián, aunque su madre siguió hablando de él en presente hasta el día de su muerte, como si esperase verlo aparecer por la puerta en cualquier momento.
Nunca volvió al cementerio.  
Juan Pablo Giner

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El Seis Doble no corrige los escritos que recibe. La reproducción de este texto es literal; fiel a las palabras, redacción, ortografía y sentido del autor/es.

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