EL SEIS DOBLE
domingo, 1 de enero de 2023
Un ramito de flores amarillas (III)
La aventura de escribir | Juan Pablo Giner
La aventura de escribir | Juan Pablo Giner
Bautista no era un hombre de muchas palabras, pero cualquier expresión verbal era para la niña un torrente de información que servía para que ella fuese poco a poco aprendiendo a expresarse y a abrir su mente a su padre. Por ello llegó a darse cuenta de hasta qué punto las fantasías de la niña estaban arraigadas en su mente inocente, y hasta qué punto necesitaba la compañía de otros niños junto a los que crecer. Así pues, no le costó mucho decidir que la niña, con harto dolor de su corazón, tenía que alejarse de allí y procurar que tuviese una vida normal, en la medida de lo posible.
Una mañana, temprano, recogió en un hatillo las escasas pertenencias de Clara y tomándola de la mano se la llevó al pueblo y dejó a la niña a don Vicente, el párroco, con el encargo de que le buscase una casa decente que pudiera hacerse cargo de la niña durante algún tiempo. Las quejas de la niña, que no quería separarse de su padre ni de sus amigos del cementerio, sólo sirvieron para que Bautista se arrepintiese de no haber tomado antes aquella decisión. Con la promesa de visitarla con frecuencia, dejó a la niña llorando, sujetada a duras penas por el viejo sacerdote. No tuvo valor para volver la vista atrás ni por un solo instante.
La niña fue dada en adopción a una familia que tenía tres hijos, todos varones, para que con el tiempo fuese la ayuda de la madre de familia, que pronto alcanzaría una edad en la que le resultaría difícil atenderlos a todos. Los hijos se llamaban Tomás, el mayor, de dieciocho años, Enrique de dieciséis, y el menor, Julián, de diez años, concebido cuando su madre, Consuelo, ya había perdido la esperanza de volver a quedar embarazada. Los dos mayores ayudaban a su padre atendiendo a sus tierras, trabajando codo con codo con él, haciendo que su familia gozase de una buena posición económica, y no les costó nada aceptar a la pequeña a la que veían como una especie de criada para el futuro. Julián, en cambio, sólo pudo ver en aquella niña extraña a una rival que podía poner en peligro la posición de privilegios en la que vivía. Él siempre había sido más delicado de salud que sus hermanos mayores, y por ello era protegido por su madre, que entre mimos y concesiones lo había convertido en una especie de tirano, que se permitía maltratar de palabra, y en alguna ocasión de hecho, a su resignada madre.
La presencia de Clara de momento significaba que su madre, que hasta entonces sólo había tenido ojos para él, dedicase una buena parte de su atención hacia aquella intrusa que venía, de alguna manera, a satisfacer el secreto anhelo de Consuelo de tener una hija, una presencia femenina en aquel mundo recio de hombres que era su hogar. La belleza de la niña, que pronto se puso de manifiesto, a poco que Consuelo la aseó y la vistió con cierta dignidad, acabó de conquistar su corazón y muy pronto la quiso como si fuese de su propia sangre.
Clara devolvía aquel afecto tierno, femenino y sensible, tan diferente al que había recibido de su padre, con todas sus fuerzas, y alimentaba la corriente de afectos que crecía como una hoguera desbocada ante la mirada despechada de Julián, que odiaba con todas sus fuerzas a la niña que, según él, le había robado el cariño de su madre, aunque no fuese así. Desconocía el niño celoso que el amor de las madres no tiene límites y que Consuelo no había dejado de amar a su hijo menor con la misma intensidad que siempre lo había hecho.
Lo cierto es que Julián inició una guerra no declarada hacia Clara, a la que sometía a toda clase de insultos y vejaciones, que la niña soportaba con paciencia infinita porque, imitando a su madre adoptiva, Consuelo, amaba al joven tirano con toda su alma y consideraba, en su falta de referentes afectivos, que la manera de tratarla de Julián era algo innato a su condición de hombre, pues casi de igual manera trataban su padre y sus hermanos mayores a la que hasta entonces había sido la única mujer de la casa.
Bautista, el padre de Clara, la visitaba de vez en cuando, y al comprobar que la niña estaba contenta y era tratada con cariño por su madre adoptiva, iba espaciando cada vez más sus visitas para que la niña fuese asumiendo que aquella vida nueva era la que le convenía y que tenía que olvidar la vida en el cementerio.
Pasaron los años y Clara fue creciendo en belleza a medida que se iba convirtiendo en mujer. Su padre adoptivo y sus hermanos mayores, que habían llegado a quererla a su modo, parco en expresiones de afecto, la contemplaban con el orgullo que les daba cobijar bajo su techo a la muchacha más hermosa de la comarca. Consuelo también la contemplaba con orgulloso afecto e incluso a veces llegaba a olvidar que la joven adolescente no había sido concebida en su vientre, y soñaba que la belleza de quien consideraba su hija era, de alguna manera, obra suya. Julián, al que el paso de los años sólo había servido para que aumentase su mezquindad, seguía odiándola con todas sus fuerzas, aunque en su odio apareciesen matices de deseos impuros, cada vez que la joven lo miraba con sus ojos claros y su perturbadora sonrisa. Así que pronto se vio atormentado por su imagen recurrente que embotaba su mente cuando satisfacía, en íntima soledad, las perentorias urgencias de su desbocada lujuria juvenil.
Continuará…
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