EL SEIS DOBLE
miércoles, 28 de diciembre de 2022
Un ramito de flores amarillas (II)
La aventura de escribir | Juan Pablo Giner
La aventura de escribir | Juan Pablo Giner
Clara apenas hablaba. Acostumbrada a vivir en soledad en el reino del silencio, apenas tenía necesidad de expresar con su voz sus sentimientos o sus dudas. Sin embargo, algunas noches, aprovechando la luna llena, especialmente en verano, cuando el olor de los jazmines lograba a duras penas enmascarar el olor a muerte, la niña jugaba entre las tumbas y conversaba con palabras sencillas o monosílabos con amigos imaginarios. Era evidente que su cerebro de niña trataba de llenar el vacío de afectos que su triste vida le ocasionaba con seres que ella inventaba, inspirándose en algunos personajes que allí habitaban inmortalizados en piedra. Su favorito era Fermín, un joven rico del lugar que había muerto de amor al ser despreciado por su amada, y al que sus padres habían encargado un panteón a la altura del dolor que su muerte les había producido. Estaba presidido por una hermosa reproducción en mármol del busto del desdichado joven. La niña le prometía que, cuando ella fuese mayor, serían novios y que nunca lo abandonaría. Todos los días le llevaba a la tumba de su “prometido” un ramito de flores amarillas de la planta que su padre llamaba “agrillo”, que crecían silvestres alrededor de las tumbas en los meses de invierno, tapizando de verde y oro el triste suelo del camposanto.
Bautista consideraba que aquellas fantasías eran sólo un juego infantil que cesaría cuando la niña alcanzase la madurez mental suficiente para darse cuenta de la realidad. Pero un día descubrió horrorizado que Clara estaba jugando con “Pepito”, la momia incorrupta de un bebé que Bautista había encontrado en un pequeño ataúd blanco que había sacado de uno de los nichos dañados por las lluvias recientes. Tras reparar los daños, Bautista había puesto el ataúd en su lugar sin percatarse de que estaba ya vacío. La niña había visto al bebé vestido con una mortaja de blancas puntillas y había decidido que aquel muñeco sería el juguete que nunca había tenido. Sin que su padre lo supiese, sacó el cuerpecillo de su morada terrenal y lo adoptó con ternura. Para suplir los ojos consumidos, puso dos guijarros blancos en las vacías cuencas y transformó el rostro ennegrecido por la momificación en una carita de pasmo permanente.
La imagen de la niña acunando entre sus brazos el cuerpecillo rígido, o llevándolo a pasear, o a visitar a Fermín, torturaba a Bautista y le hacía adentrarse cada vez más en el mar de alcohol en el que navegaba a diario. Sin embargo nunca tuvo el valor de arrebatarle a su hija aquel “juguete” que tan feliz parecía hacerla. Que al menos alguien pudiese vivir una vida con alguna ilusión, pensaba el sepulturero borracho.
Pero aquella noche en la que regresaba, una vez más, borracho a su casa, esquivando unas veces, y otras apoyándose en ellos, los árboles que bordeaban la acequia de la que regaban los campos limítrofes, creyó oír un llanto amargo que disparó todas las alarmas que en su cerebro yacían bajo un manto de vino barato. Su hija, la pequeña Clara, lloraba con desconsuelo y su voz, apenas oída por su padre, sonaba con un tono que hacía que se erizasen cada uno de los cabellos del sepulturero.
Al entrar en la casa, tropezando con los escasos muebles de la humilde estancia, vio como la pequeña trataba de pegar sobre la blanca y diminuta calavera viscosos restos de algo negro. Entre hipidos, la niña le dijo que había intentado lavar a Pepito porque pensaba que olía mal, y había provocado que la carne reseca entrase en una rápida descomposición. Bautista, horrorizado, arrebató la pequeña momia de los brazos de su hija y la enterró en un lugar en el que ella no pudiera encontrarla. Aquella noche, en la que Bautista, sobreponiéndose a su borrachera, fue incapaz de dormir, empezó a pensar que su empecinamiento en mantener junto a él a Clara, lejos del mundo real, tal vez no era bueno para ella. Así pues, decidió dejar la bebida, o cuanto menos no abandonarse a ella, como había estado haciendo hasta el punto de dejar a su pobre hija en un mundo de soledad. Pasar muchas más horas con ella debía servir, pensaba, para que la niña tuviese referentes reales que la alejasen de delirios malsanos.
Continuará…
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