Como cada noche, Bautista llegaba a su casa completamente borracho. Sin embargo, su estado de embriaguez no le impedía sentir cierto remordimiento por haber dejado sola a su pequeña Clara, la hija de cinco años que era la única compañía en su triste soledad. Pero el remordimiento de Bautista sólo estaba condicionado por su mala conciencia, ya que la niña, huérfana de madre desde poco después de nacer, había desarrollado un instinto de supervivencia y una autonomía absolutamente excepcionales para su edad y, forzada por las ausencias físicas y mentales de su padre, cada día lo necesitaba menos. Sin embargo, Bautista, que sabía que no obraba bien, no podía evitar sentir la culpa de dejar tan frecuentemente sola a la niña, y ello era porque le costaba mirar aquellos ojitos ávidos de cariño que tanto le recordaban a su difunta esposa.
Leonor, la madre de Clara, era una mujer bastante bien parecida, y su cuerpo y su bondad la habrían hecho merecedora de más dignos aspirantes, de no haber sido por una exagerada cojera, fruto de un desgraciado accidente sufrido en su niñez. Pero nadie quería casarse con una mujer coja y Bautista fue el único hombre que se acercó a pedirle matrimonio.
Bautista no era mala persona. Tampoco era en aquella época el borracho pendenciero en que se había convertido tras la muerte de Leonor, pero tenía un grave inconveniente por el que ninguna mujer del pueblo había accedido a sus requerimientos: Bautista era el sepulturero del lugar y ninguna mujer quería vivir en la casita que le correspondía ocupar, por razón de su cargo, adosada a la tapia de la ciudad de los muertos. Además de evitar la desagradable proximidad de imágenes y olores de la muerte, las jóvenes del pueblo no querían vivir cerca de un lugar del que se contaban fabulosas leyendas de aparecidos. Así pues, Leonor la coja, como la conocían en el pueblo, había sido la única que había accedido a unirse a Bautista, convencida de que aquel hombre era el único que podía satisfacer su anhelo de ser madre.
Su matrimonio no fue desdichado. Bautista nunca la trató mal, y su defecto físico no fue un impedimento para que la joven pareja viviese cada noche apasionados encuentros sexuales que los dejaban completamente exhaustos y satisfechos. Fruto de aquella pasión constante fue el deseado embarazo que llenó a la afortunada Leonor de alegría. La pasión sexual dio paso por las noches a tiernas caricias y a conversaciones en las que la ilusionada pareja hablaba del fruto de su amor y especulaban sobre cuál sería su aspecto, de quién heredaría la mirada o la sonrisa y con qué nombre la bautizarían.
El parto que trajo a Clara al mundo se produjo casi sin dolor y sus padres vivieron las semanas más felices de su existencia, adorando al bebé más hermoso de la tierra.
Pero un día Leonor enfermó, y sin que ningún médico ni ningún remedio pudiesen evitarlo, murió al poco tiempo dejando a Bautista viudo con una niña de pocos meses. Nadie puede imaginar el dolor del sepulturero cuando cavaba con sus propias manos la fosa en la que enterraría para siempre el amor de su vida. Eligió para ello el rincón más bonito del cementerio, el más soleado, y nunca faltaron las flores junto a la humilde cruz de madera que señalaba el lugar en el que había enterrado también su corazón.
Bautista buscó a nodrizas en el pueblo que siguiesen alimentando a la niña huérfana hasta que pudo hacerlo él mismo con leche de cabra. Tenía que llevar a la niña al pueblo cercano, porque nadie quería ir al cementerio si no era por razones absolutamente ineludibles. Normalmente la llevaba por la mañana y la recogía al anochecer para llevarla de vuelta a casa. El párroco del pueblo, don Vicente, le propuso en alguna ocasión que diese a la niña en adopción a alguna familia acomodada, para que la niña viviese en el seno de una familia “normal” y que pudiese aspirar en el futuro a una vida digna y plena. De hecho, había varias familias que suspiraban por acoger a la hijita de la difunta Leonor, pero Bautista se negó en redondo y no consintió que alejasen a la niña de él o de su madre, junto a cuya tumba llevaba a la niña a jugar todos los días para que le hiciese compañía.
Pasaron los años y Bautista fue perdiéndose, casi sin darse cuenta, en un laberinto de alcohol y pendencias que le hicieron aborrecible para el resto de los habitantes del lugar. Mientras tanto, la pequeña Clara, cada vez más abandonada por su padre, inventaba mundos de fantasía que habían de tener como referentes el único mundo real que conocía, que era el pequeño camposanto en el que pasaba todas las horas de sus días.
La niña acompañaba como un perrillo a su padre por el cementerio, mientras éste trataba de cumplir con sus obligaciones, y así lo veía cuidando los setos y árboles del lugar, reparando los desconchones de los nichos, limpiando los monumentos funerarios o exhumando los ataúdes cuyos ocupantes habían de ser forzosamente trasladados al osario común.
Continuará…
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