Relato literario de Eva Borondo
“El agua templada hacía burbujas bajo el grifo y, al hundir la cabeza hacia el fondo, el ruido se hacía más atronador”
En una postura muy cómoda Celia descansaba sumergida en la bañera. Las plantas de sus pies tocaban la pared detrás del grifo al mismo tiempo que sobresalían, en una altura similar, las pequeñas islas formadas por cabeza y senos.
Sus cabellos negros flotaban en el agua cegando la visión periscópica como objetos algosos que se deslizaban por la superficie acuática que cubría la nariz de Celia.
La bañera estaba casi llena, pero prefería dejar caer al límite del rebosamiento la cascada amorfa que salía de la cañería y que no dejaba escuchar nada más, nada del exterior de la habitación del baño.
El agua templada hacía burbujas bajo el grifo y, al hundir la cabeza hacia el fondo, el ruido se hacía más atronador. Le divertía la idea de imaginar el líquido vertiéndose por los límites de la bañera. Consideró la opción y, enseguida, utilizó hábilmente los dedos de un pie para cerrar la llave y tirar de la cadena plateada que mantenía el tapón firme por la presión del agua. Sólo un poco. Lo suficiente para bajar el nivel a la altura de su nariz.
Sentía la cara y los pechos fríos y acercó su espalda al subsuelo para equilibrar la temperatura. Hundida de esta forma su cabeza, sus oídos parecían percibir cada sonido de la casa. Los vecinos estaban riendo y en su casa sus hermanos discutían por alguna insignificancia.
Agotada la respiración, volvió a salir a la superficie y ya dejó de escuchar las voces.
De nuevo sintió frío y otra vez se hundió. Y otra vez más.
Aburrida ya, salió del interior y empezó a secarse con la toalla mientras el desagüe sorbía con pasión la espuma jabonosa. En la espiral de la muerte, esa que va directa al alcantarillado municipal, perdió Celia un pendiente que siempre creyó que se le habría caído en el parque esa misma tarde.
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