Puede ser que uno de los muchos recuerdos que guardo de mi niñez en la memoria, y que incluso me llegó a marcar más en mi modo de ser, haya sido el que paso a relatar.
En aquellos tiempos tan lejanos de mi niñez, recién terminada la guerra, en el barrio en que yo habitaba, la miseria en que vivía mucha gente se veía tan clara por todas partes como cuando uno se mira ante un limpio y pulido espejo.
El dinero era escaso, por no decir nulo, en muchas familias donde habían niños pequeños y gente vieja que necesitaba alimentos, los unos para crecer sanos y los otros para no morir tan pronto, sólo tenían lo que el cabeza de familia podía traer a casa, unas veces cogiendo de las huertas a escondidas y muchas otras por las noches, lo que los labradores pudientes sembraban en sus campos, que eran los únicos que se veían con la piel lustrosa y la sonrisa en los labios.
Mi barrio estaba poblado de gente pobre que sólo se sustentaba del mismo jornal que el rico labrador le daba de uvas a peras.
El país había quedado desolado, sólo habitable para los ricos, para los que habían ganado aquella guerra, para los amos; los vencidos no tenían derecho a nada, únicamente a subsistir cada uno según sus fuerzas y su propia iniciativa. Los mas flojos de espíritu y decisión, la miseria se los comía con graves enfermedades que irremisiblemente terminaban con la muerte.
Mi barrio, donde yo nací y donde creo moriré era, como ya he dicho, un barrio pobre. Las calles de tierra y con grandes pendientes, muchas de ellas; cuando llovía se ponían intransitables, pues el agua volvía la tierra en barro y en el centro de muchas calles se formaban grandes desgarros formando barrancos que hasta los carros, que entonces era lo único que transitaba, muchas veces les imposibilitaban pasar por muchas de ellas.
Entonces, cuando llovía, se veía a los hombres con la cara seria, sin sonrisa, apoyados en el quicio de sus casas, pensativos, sin saber que hacer, sin tener nada, sólo tenían una familia que alimentar pero, vuelvo a repetir, ¡sin tener nada!
En este relato tendría muchas cosas que decir sobre lo ultimo escrito, pero se haría interminable y posiblemente no sabría describirlo tal como era, tal como lo viví.
Aquella mañana, mi madre me despertó y me dijo que me iba con ella a hacer la compra. Aún lo recuerdo como si estuviera viviéndolo, me lavo la cara y con aquel gran peine me arreglo el pelo, con aquella raya a un lado de mi cabeza, tan recta que parecía que hubiera usado una regla, de tan bien hecha que la dejaba. Mi pelo, en aquel tiempo, oía decir a la gente que parecía oro de tan rubio que lo tenia, hoy cuando me miro al espejo veo más blanco que dorado.
Cuando me dejó hecho un cromo, mirándome por todos los lados, como sólo saben mirar las madres, cogió un capazo, de los que se usaban para la compra, que a mi me parecía enorme, y un pequeño monedero, tomándome de la mano nos dispusimos a salir a la calle. En ese preciso instante, sin llamar a la puerta, que por cierto en aquellos tiempos todas las puertas estaban abiertas, entro un hombre con una carpeta debajo del brazo.
Hoy no recuerdo lo que aquel hombre le decía a mi madre, ni lo que ella le decía a él, sólo recuerdo que aquel hombre le gritaba y que ella le hablaba con voz entrecortada, hoy pienso que incluso le suplicaba, pues grandes lagrimas le corrían por las mejillas, mientras que aquel hombre de la carpeta le decía con grandes gritos que había que pagar.
Aún hoy, cuando escribo esto, me vienen a la memoria pocas cosas de aquel pasaje; pero esas pocas cosas, las estoy viendo como si estuviera observando una película de cine.
Veo aquel rostro, cosa curiosa, como si estuviera viendo su foto. Recuerdo la palabra ayuntamiento, que él no quería saber nada y que no se marchaba hasta que no le pagara, todo esto dicho con grandes voces y con gran soberbia. Mi madre, al fin, llorando a lagrima viva, abrió aquel diminuto monedero y vi que le daba dinero, no se cuanto, sólo recuerdo que dejó el monedero abierto sobre la mesa y que aquel hombre echaba con desprecio un papel alargado que quedó a su lado. Y se marchó. Papel y monedero eran mi punto de vista, mis ojos no podían apartarse de aquella visión, estaba confuso, hoy ya lo comprendo todo, en aquellos instantes sólo veía aquellos objetos y el rostro del hombre que ya no estaba, aquel rostro que hasta actualmente recuerdo.
Mi tierno cerebro estaba bloqueado, no comprendía que por aquel papel el hombre hubiera hecho llorar a mi madre de aquella manera. Por fin, me acerqué a ella que estaba sentada en una silla y apretándome sobre ella empezó a llorar mas fuerte, cosa que no se por qué grabó más aún el rostro de aquel hombre en mi cerebro.
Pasaron unos días.
Los niños jugábamos en la calle, juntándonos en pandillas. Los juegos eran simples, sin juguetes, había varios de ellos en que no nos hacían falta, no los teníamos. Aquel día, por asuntos del juego, me encontraba algo separado del grupo, en medio de la calle, cuando de repente mi cuerpo se quedó petrificado. Por mi lado acababa de pasar en la misma dirección en que yo estaba mirando, un hombre con una carpeta debajo del brazo.
Sobre caminar de espaldas a mí, vi aquel rostro odiado y, mirando su espalda que se alejaba, vi como en una película el rostro lloroso de mi madre. Inconscientemente me agaché y cogí una piedra, había muchas, como ya he dicho antes, pues las calles eran de tierra. La lancé con toda la rabia y la fuerza que mi diminuto cuerpo podía contener. La lancé con ganas de herir, apretados los dientes, rechinando de coraje. La piedra paso rozando al hombre sin tocarlo y dando trompicones y saltos se paró a lo lejos.
El hombre se detuvo en seco y se giró bruscamente, se había dado cuenta que aquel proyectil iba dirigido a él, vi sus ojos clavados en mí, sorprendido, como si no comprendiera por qué aquel crío, que él seguro que no conocía, le lanzó la piedra.
Vi su boca que se movía lanzando palabras y gritos que yo no recuerdo, al mismo tiempo que avanzaba hacia a mí; me agache de nuevo y cogiendo otra piedra levante el brazo, él se quedó parado. Creo que hasta el tiempo estaba expectante. Mis amigos, cada uno en su sitio, parecían estatuas petrificadas, asustados diría yo, mirando al hombre y mirándome a mi, otro hombre que pasaba arrimado a las casas y que se dio cuenta de lo que pasaba desde el primer momento, se quedó plantado a un lado, pero en medio del agresor y del agredido.
Hoy me imagino aquello como un cuadro pintado por un buen pintor, una calle con casas de barrio pobre, llena de barro y piedras, con una pandilla de niños jugando, vestidos con ropa vieja, muchos de ellos con muestras de hambre. Y en medio de la calle, allí estaba yo, con mis pantaloncitos cortos, levantando medio metro del suelo, con el brazo estirado hacia arriba y con una piedra apretada en mi pequeña mano. El hombre de la carpeta, mirándome con odio y sorpresa, sin atreverse a dar un paso más, pues se daba cuenta que aquel crío no le temía y que aquella piedra que era más grande que la mano que la sostenía podía, si avanzaba, parar en su cuerpo.
El otro hombre, el que observaba, estaba con las manos en los bolsillos y miraba con rabia, como dispuesto a saltar sobre el hombre de la carpeta al menor movimiento. Luego supe que no era yo sólo el que odiaba a aquel hombre.
Pasó un tiempo, no sé si fueron segundos, minutos u horas, sólo recuerdo que por un tiempo todo quedó parado, hasta pareció que los ruidos hubieran desaparecido.
Hasta que por fin, como si de golpe hubieran apretado un botón, todo volvió a moverse. El hombre de la carpeta dio media vuelta y mascullando palabras, en aquellos tiempos para mi feísimas, empezó a caminar; de las puertas de muchas casas vi a mujeres y a hombres que increpaban a aquel hombre, mis amiguitos empezaron a rodearme dando gritos, yo dejé la piedra y el hombre que había estado observando se acercó a mí y pasó una mano cariñosa sobre mi cabeza, al tiempo que me decía unas palabras que hoy no recuerdo, pero que estoy seguro que no fueron de recriminación. No sé si aquello llegó a oídos de mis padres, lo cierto es que no me dijeron nada.
Pasó el tiempo y me hice mayor, el hombre de la carpeta seguro que se olvidó de mi, pero yo nunca lo olvidé, hasta incluso supe en la casa donde vivía; por cierto, era una buena casa y no estaba en mi barrio, hoy no recuerdo la casa exacta pero si sé la calle y poco más o menos que vivienda era.
Mis padres ya no existen y aquel hombre tampoco, pues yo vi su entierro y vi como se lo llevo aquel carruaje negro, tirado por caballos, que en aquellos tiempos era la forma en que la gente hacia su último viaje.
El Seis Doble no corrige los escritos que recibe. La reproducción de este texto es literal; fiel a las palabras, redacción, ortografía y sentido del autor/es.
Víctor - 15/08/2010
Buen relato Vicente. En los tiempos que corren también nos dan ganas a todos de coger más de una piedra pero contra los recaudadores de impuestos.
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