Relato literario de Vicente Dasí
La triste y real historia de una pobre vieja abandonada en la soledad y en la tristeza que mendigaba por las calles de Alzira
Páginas que escribí para mis nietos
Vicente Dasí Garés
Aquella tarde, a la salida del colegio, mi abuela me dio para merendar un boniato cocido y un pedazo de torta de maíz. En una mano la torta y en la otra el boniato, me fui corriendo a jugar a canicas con mis amigos, mis bolsillos repletos de aquellas bolitas de barro cocido tintineaban al compás del trote.
En aquellos tiempos era costumbre todas las tardes, al salir del colegio, reunirnos en aquella calle que lindaba al campo de “Gorreta”; allí nos juntábamos en varios grupos y cada uno jugaba a lo que más le interesaba; unos al fútbol, otros se sentaban en un corro y contaban cuentos que por las noches habían oído a sus mayores contar a la luz de la lumbre -ya que era la única distracción que había en aquellos tiempos-, otros jugaban a las canicas y otros se entretenían peleándose entre ellos. Había para todos los gustos.
Aquella calle era un griterío continuo que ponían a las amas de casa en un estado tal de nervios que, muchas veces, salían con un cubo de agua que volaba por nuestras cabezas con el consiguiente remojón.
Busqué el grupo que me interesaba y me dispuse a dar buena cuenta de aquella merienda antes de empezar a jugar, uno no se podía fiar de estar comiendo y jugando al mismo tiempo, porque tenía que haber dejado el boniato y la torta y seguro que hubieran desaparecido en algún ruidoso y vacío estomago de aquella muchachada siempre hambrienta debido a las pocas y flojas comidas que había en aquellos tiempos.
Me dispuse a dar el primer mordisco cuando, por la parte de la calle que daba a los campos, se oyeron unos gritos.
- ¡La Rila!, ¡La Rila!, ¡La Rila está aquí!
Era Pepe, el de Pura el que gritaba, un muchacho un poco mayor que yo y uno de los más revoltosos y traviesos de la pandilla. Como si aquella llamada hubiera sido un grito de guerra llamando al ataque, todos salimos disparados en la dirección que nos indicaba nuestro compañero. Yo seguía enarbolando el boniato y la torta que aun estaban intactos, pues era tanta la curiosidad que aun no había tenido tiempo de hincar el diente.
Llegamos hasta donde estaba La Rila, yo aún no la había visto nunca, aunque la había oído nombrar alguna vez. Allí estaba acurrucada, arrebujada en harapos, apretándose a aquella alta pared que daba frente a les “sendetes” y al campo de “Gorreta”. Allí estaba aquella mujer que llamaban “La Rila”.
La Rila era una mujer casi sin cabello, los pocos pelos que tenía le caían lacios y mugrientos en largos mechones; su cara sucia llena de costras le daban un aspecto repugnante que unido, al mal olor que desprendía, hacía que la gente se apartaba haciendo muecas de asco.
Aquella mujer era una obra maestra de lo que había dejado la guerra civil española. Seguramente se había quedado sin familia como tantas y tantas personas que habían padecido aquella fratricida y maldita guerra que había segado tantas vidas. Una guerra como todas, que sale bien para unos pocos y mal para muchos; unos pocos que se enriquecen y muchos se empobrecen y pierden familiares queridos, quedando las personas destrozadas moral y físicamente para toda la vida.
Esta mujer, seguro, era la herencia que había dejado aquella recién terminada guerra. Dios sabría que drama llevaría consigo aquella criatura que, según decían, iba de pueblo en pueblo, comiendo como los perros, durmiendo por los caminos, siendo maltratada por la chiquillería y despreciada por la gente mayor.
Yo me quedé petrificado mirándola con la boca abierta, sin poder quitar la vista de aquella desgraciada mujer. Toda la pandilla empezó a tirarle piedras y ella se acurrucaba cada vez más, tapándose con los brazos la cabeza. Por suerte para ella, la mayoría de las piedras no le daban, debido a que los chiquillos, por no arrimarse mucho, se las lanzaban desde bastante lejos. Cuando alguna le alcanzaba, lanzaba unos gemidos largos y casi inaudibles, debido a la debilidad y las pocas fuerzas de su desnutrido cuerpo.
De pronto, el mismo chiquillo que nos avisó, lanzo un grito estentóreo que demostraba orgullo, como si hubiera ganado algún premio.
- ¡Le he dado!, ¡le he dado!
De la frente de aquella mujer, un hilillo de sangre resbalaba por su cara hasta gotear en la mugrienta ropa que mal abrigaba a aquella desdichada.
Como si ya no hubiera nada que hacer en aquel lugar, todos se fueron corriendo a seguir con sus juegos, La Rila ya no interesaba, había sido castigada e insultada con toda clase de improperios por aquella banda de demonios, faltos de escuela -no por su culpa- y buenos principios.
Yo me quedé clavado en el mismo sitio, ni me había dado cuenta que me encontraba solo frente a aquella mujer, mi aún inmaduro cerebro me decía que aquello no estaba bien, algo me decía dentro de mí que no habíamos actuado bien ante aquel ser indefenso. Mi mente ponía en lugar de aquella mujer a un ser de mi familia y, sólo de pensarlo, me daban escalofríos… No, no estaba contento conmigo mismo.
La Rila, al darse cuenta de que ya no le llovían piedras, paseo la vista temerosa alrededor, hasta que noté que clavaba sus ojos marchitos y acobardados en mí. Nuestros ojos se quedaron fijos los unos con los otros, los de ella tristísimos, los míos perplejos.
Avancé unos pasos hacia ella y me planté muy cerca. Mi pequeña estatura me hacia estar en el mismo plano que ella, pues seguía estando acurrucada, me miraba fijamente como si temiera que de un momento a otro le tirara alguna piedra o le hiciera alguna barrabasada.
Allí plantado estuve un rato, sin poder quitarle la vista de encima, no comprendía que una persona como mi madre, mi abuela, o mis tías, pudieran haberse encontrado en aquel estado.
Por fin reaccione y me dispuse a marcharme y, entonces, me di cuenta de que aquellos ojos miraban codiciosos mi merienda. Yo miré el boniato y luego la torta, a mi me gustaba más la torta; después de un titubeo, le alargué el boniato y ella lo cogió. Como un relámpago se lo llevó a la boca dándole tan furiosos mordiscos que en un santiamén desapareció de sus manos.
En su mirada se adivinaba una tierna gratitud, lejos ya de aquella actitud tan temerosa de momentos antes.
Miré el pedazo de torta y me dije que aquello sería para mí. Di media vuelta, empecé a andar y al intentar dar el primer mordisco me paré, miré de nuevo a La Rila y vi que seguía mirándome con unos ojos llenos de agradecimiento infinito. Volví sobre mis pasos, le entregué la torta y salí corriendo.
Aquella tarde termine peleándome con Pepe, el hijo de Pura.
Por la noche me comí toda la cena y mi abuela dijo:
- ¡Hay que ver como traga este niño! Esta tarde se ha comido un boniato de medio kilo y un gran trozo de coca.
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Comentarios de nuestros usuarios a esta noticia
Preciosa historia Vicente Dasi.Creo que casi todos de chiquillos conocimos algun personaje como "la Rila" seguramente con otro nombre ,en otro lugar y otras circunstancias,me encanto su relato.
Un encanto de relato, me ha emocionado
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