Reflexión literaria de Xavier Cantera
“Era tal la fuerza que poseía que los ancianos de la tribu le encomendaron trabajos importantes como hacer una presa, trabajar la tierra, transportar los productos del campo y levantar chozas”
Una opinión más
Xavier Cantera
Había una vez un poblado cuyos habitantes tuvieron la suerte (o la desgracia) de hallar en sus alrededores una cría de diplodocus de la familia de los “Mercacacus”. Todos se encariñaron del pequeño animal. Lo acariciaban, jugaban con él e, incluso, le enseñaron a realizar trabajos que ellos no hacían. Como el animalito iba creciendo, tuvieron que ampliar las calles para que se moviera con comodidad en el poblado. Era tal la fuerza que poseía que los ancianos de la tribu le encomendaron trabajos importantes como hacer una presa, trabajar la tierra, transportar los productos del campo y levantar chozas.
Un día, el “Mercacacus” comenzó a actuar por su cuenta o, por lo menos, eso parecía. Desvió el río de su cauce natural destruyendo chozas antiguas que tenían un gran valor para el poblado y arrancó un pequeño bosque. Otro día, le vieron allanar un montículo para construir un nuevo poblado sin importarle el destrozo que estaba haciendo en la agricultura de la zona y en la fauna autóctona. Los vecinos que vivían a la izquierda del ágora aconsejaron atarlo para que no se moviera de una zona determinada y los que vivían a la derecha de la plaza decían que cuanto más libre, mejor. Unos por otros, no hicieron nada y el “Mercacacus” acampaba a sus anchas.
Una noche, descubrieron que en el interior de la gran cueva donde dormía el dinosaurio habían unos individuos que lo alimentaban con unas hierbas extrañas, lo domaban y lo domesticaban para que hiciese los trabajos que esos desconocidos le mandaban: hacer un cementerio nuclear, plantar cereales contaminados, producir una vacuna para una falsa pandemia y extraer un mineral para hacer bombas. Y también vieron como los domadores financieros se repartían los beneficios del “Mercacacus” libre. Libre, eso decían
Un día, el diplodocus desapareció y los pobladores de aquella aldea se quedaron sin trabajo y sin tierras pues estaban todas minadas. La poca agricultura que quedaba era de mala calidad por falta de agua, ya que el “Mercacacus” se la había bebido toda durante la noche para llevársela a Chinainai y convertirla en alimentos para los millones de habitantes de aquella región que ya comían cinco veces al día.
Los ancianos de la tribu se reunieron y decidieron repartir los bienes que les quedaban entre los pobres, viudas, adultos y jóvenes sin trabajo y también hicieron unas leyes para trabajar en el futuro sin depender de ningún “Mercacacus”, para repartir mejor el poco trabajo que había, para usar la fuerza de la energía solar y para controlar a los especuladores domadores bancarios. Pero ya no había en la aldea la alegría de cuando todos trabajaban porque una enfermedad llamada “Crisisdermis” se había apoderado de los más débiles.
Un vecino de la aldea, que hacía años deseaba ser el jefe de la tribu, se reunía todas las noches con sus amigos y daban gracias a los dioses por no ser ellos los ancianos elegidos durante aquellos años de desgracias y, entre risotadas y burlas, renovaban el juramento de no mover un dedo para ayudar a solucionar los problemas del poblado si no habían ganancias para ellos.
Cuentan las coplas que aquella aldea tardó mucho en recuperarse y nunca volvió a ser tan rica, pero sus habitantes fueron felices y no comieron perdices porque era una especia protegida.
Comentarios de nuestros usuarios a esta noticia
El cuento muy bonito, pero no llego a ver la correspondencia con la realidad, porque debe haber correspondencia ¿no?
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