

Artículo de opinión de Xavier Cantera
“No tenía confianza en los apoyos de su entorno. Le habían robado toda esperanza”
Una opinión más
No había reparado nunca en ese gesto aunque me había encontrado varias veces con ella acompañando a su hijo. Ese día me fijé que al cruzarnos bajaba la mirada, no sin antes, sólo unas décimas de segundos antes, me dijera: ¡Hola! Al tiempo que sus labios dibujaban una ligera sonrisa.
Era una mujer de unos 32 años, profesional liberal, de semblante agraciado y adornado su cuerpo con suaves contornos redondeados a los cuales debía mantener a ralla mediante un severo régimen alimenticio, aunque tampoco creo que le hicieran falta muchas privaciones y abstinencias porque la dedicación a su hijo desde primera hora de la mañana antes de ir al trabajo, a medio día antes de regresar a la oficina y, sobre todo, desde las 7 de la tarde hasta que su hijo se dormía tranquilamente le obligaba a estar siempre en tensión dada la edad tan tierna del pequeño y la discapacidad que le afectaba casi continuamente, con rigidez espástica, tanto a las extremidades superiores como inferiores.
Su profesión y su salud le exigían cuidar su imagen y vigilar, sobre todo, su bienestar psíquico y emocional para así parecer una persona siempre relajada, tranquila y dispuesta a escuchar sin tensiones a sus clientes pero, sobre todo, para atender a su hijo sin que este descubriera en ella ni el más mínimo signo de enfado como consecuencia de los problemas del despacho o por causa de alguna cefalea, gastritis o mal dormir.
Aunque el trabajo hiciera las funciones de terapia ocupacional estoy convencido de que su mente, por lo menos en estos primeros años, no abandonaba el domicilio familiar y permanecía junto a su hijo en compañía de la persona que lo cuidaba durante sus ausencias, justificadas solo por razones laborales. Ella se desvivía por cuidar a su hijo pero, ¿quién cuidaba de ella? Y más, desde el día en que un rápido divorcio la dejó sola ante la búsqueda de los apoyos para su hijo y la lenta construcción de su futuro, día a día y año tras año, hasta llegar a los seis que ahora había cumplido el pequeño. Creo que fue entonces, una noche de verano mientras saboreaba un descafeinado en el balcón de su casa porque su hijo dormía relajadamente, juntando sus manos con las que había acariciado a su hijo mientras lo duchaba, se sinceró consigo misma y deseó que su hijo no creciera más, no se hiciera joven, no se desarrollara para así impedir la llegada de ese momento en el que ella se sintiera impotente para ayudarle. Deseó, no por egoísmo sino por amor, que su hijo fuera siempre un niño de seis años al que poder acompañar, aunque sus fuerzas fueran disminuyendo con la edad. En esa entrega total sin culpabilidad alguna mirando a la muerte rezó consigo misma: primero él y después, yo. No tenía confianza en los apoyos de su entorno. Le habían robado toda esperanza.
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