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EL SEIS DOBLE
miércoles, 4 de enero de 2023
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 Un ramito de flores amarillas (IV)

La aventura de escribir | Juan Pablo Giner


 

 

La aventura de escribir  | Juan Pablo Giner

  
Un día alguien llegó preguntando por Clara. Se trataba de un vecino que había ido a buscar a Bautista para preparar el enterramiento de un pariente y lo había encontrado entre las tumbas. Estaba inconsciente, respiraba con dificultad y tenía una fiebre altísima. La muchacha, acompañada por su madre adoptiva, acudió presurosa al cementerio y lo encontraron en el interior de la casa,  donde el vecino había dejado al sepulturero. Los lamentos desgarrados de Clara llegaron a lo más profundo del cerebro del doliente Bautista, y éste abrió los ojos para sonreír a su amada hija, quizás por última vez. El médico del pueblo al que hicieron acudir, casi a la fuerza, dijo que aquel hombre había llegado al fin de su vida y que sólo era cuestión de horas, días tal vez, que abandonase la existencia terrenal. 
Clara se dio cuenta de inmediato que iba a perder para siempre una parte de su ser que, aunque la tenía en un cómodo olvido, era muy importante para ella, así que decidió no separarse de su padre ni un solo minuto hasta que la muerte se lo llevase. Consuelo quiso quedarse con ella, pero, tras una breve charla, ambas mujeres convinieron que Clara estaba sobradamente capacitada para atender a su padre moribundo, y que su madre adoptiva tenía que seguir atendiendo a los hombres de la familia. Así que Consuelo, tras hacer un inventario de lo poco que había en la casa y de lo que su querida hija podría necesitar, se marchó con la promesa de regresar cuando pudiese, y con la de enviarle antes alguna ropa de cama, unas cuantas mudas y comida suficiente para alimentarse durante varios días.
El regreso de Clara al cementerio en el que había transcurrido su niñez devolvió a su memoria imágenes y sensaciones que, después de tantos años, sólo podía entender a la luz de la extravagante imaginación y  la soledad de una niña que no había conocido otra vida. La joven daba gracias al cielo por haberle permitido escapar, a través de su familia de adopción, de aquel mundo de fantasías en las que su juguete favorito era una pequeña momia y su mejor amigo el espíritu de un joven que había muerto por amor, cuyo rostro, inmortalizado en mármol, le enviaba una eterna sonrisa.
Bautista, al amor de los cuidados de su hija, experimentó una leve mejoría que le permitió comunicarse con ella con aquel estilo que ambos habían empleado y que tan pocas palabras necesitaba. El sepulturero era consciente de que había llegado su hora, pero iba a morir contento porque sabía que su hija tenía por delante una vida prometedoramente feliz. 
Pasaron algunos días a lo largo de los cuales la joven recibía visitas regulares de sus padres, especialmente de Consuelo, y de sus hermanos mayores. Julián, en cambio no parecía interesarse por la muchacha y ella siempre preguntaba por él. Sus familiares de adopción le respondían encogiendo los hombros y atribuyendo a su carácter especial la falta de interés por su hermana.
El moribundo, consumido por una fiebre que no bajaba nunca, experimentaba períodos de sufrimiento, en los que parecía que iba marcharse para siempre, y momentos de paz en los que parecía dormir plácidamente. Estos momentos eran los que Clara aprovechaba para descansar y asearse. Algunas veces, incluso, lo veía tan relajado que se permitía dar un paseo por el que había sido el escenario de sus juegos y de sus delirios infantiles. Visitaba el nicho donde ella sabía que ya no descansaba Pepito, pero sobre todo acudía al panteón donde Fermín, incansable, la recibía con su sonrisa imperturbable. Sin embargo, a Clara se le antojaba que aquella sonrisa tenía una enorme carga de tristeza que de niña no había sabido ver.
En alguna ocasión, tal vez agotada por la falta de descanso y la preocupación por el destino de su padre, le pareció escuchar los gorgoritos de felicidad de Pepito, que ella imaginaba cuando jugaba a hacerle cosquillas, así como algún desmayado suspiro cuando le daba la espalda y se alejaba del busto de Fermín. Entonces se le encogía un poco el corazón por la niña solitaria que había sido y por las fantasías a las que había tenido que recurrir para sobrevivir en la ciudad de los muertos.
Un día, su padre se mostró especialmente agitado en su lecho. Tanto, que Clara pensaba que iba a perderlo de un momento a otro. En cambio, al atardecer, el moribundo pareció apiadarse de su hija y se calmó totalmente, como si quisiera darle a la joven doliente una noche de descanso reparador. Clara se sentó a la puerta de su humilde casa para contemplar la puesta del sol, mientras se dejaba acariciar por la brisa fresca que la aliviaba del tórrido calor de aquel día de verano, que a ella se le antojaba especialmente intenso.

Continuará…

 Leer todas las entregas publicadas de este relato en este enlace

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El Seis Doble no corrige los escritos que recibe. La reproducción de este texto es literal; fiel a las palabras, redacción, ortografía y sentido del autor/es.

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