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EL SEIS DOBLE
domingo, 8 de abril de 2012
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 La resurrección de Cristo y la nuestra

“La resurrección para los cristianos no es una vuelta a la vida; es la transformación de nuestra vida para el amor eterno”


 

“Si Cristo no resucitó vana es nuestra predicación y nuestra fe”, dice san Pablo en su primera Carta a los Corintios. En efecto, la resurrección se constituye, en la primitiva comunidad de seguidores de Jesús, en el acontecimiento decisivo para la comprensión de su vida, de sus palabras y obras. Aquellos discípulos asustadizos tras su muerte, reciben la gracia del Espíritu Santo a través de la cual son cualificados para despejar de ellos toda duda, se llenan de fuerza y de alegría, y la llevan a sus contemporáneos. Quienes se habían escondido por temor a la muerte, ahora se exponen por celo ante el don recibido. Es el punto de inflexión más importante en la biografía de aquellas personas. Será en ese preciso momento cuando de verdad llevan a cabo el seguimiento de Jesucristo. Es cierto, ellos habían acompañado a su Rabí, a su maestro, pero no terminaban de entender. Con el acontecimiento de la resurrección el seguimiento de Jesús, es decir, la participación en el misterio de su vida y de su pasión, se hace real y eficaz. Ahora han entendido de verdad la hondura de aquella confesión de Pedro: “tú eres el Mesías, el Hijo de Dios” (1Cor 16,16).

Pero tengámoslo claro, esta experiencia no está reservada a un grupo de privilegiados, sino que de ella participan todos los creyentes. Hemos de decir que, de igual modo que aquellos discípulos, al recibir la gracia del Espíritu Santo se convierten en auténticos cristianos, así cualquier persona a lo largo de la historia no podrá llamarse ni entenderse como cristiano si no ha participado de esta presencia tan desbordante y misteriosa como real. En definitiva, si el creyente lo es por la fe que profesa en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, esta fe nos viene dada por pura gracia de Dios, que actúa donde quiere y como quiere. No, Dios no es caprichoso y a unos les da y a otros les niega la fe. Dios es, está metido en la historia y cada cual ha de hacer un camino de discernimiento por el que va descubriendo lo realmente importante de esta vida. A partir de ahí, Dios se hace el encontradizo y dota al caminante-buscador de esta experiencia única que resitúa absolutamente todas las realidades de la persona. Las resitúa y las redimensiona, apuntando a una plenitud no total pero sí extraordinaria que reconoce no se la ha fabricado por sí mismo.

¿En qué consiste esta experiencia? Son varios los relatos neotestamentarios los que se tratan de aproximar. En primer lugar hemos de decir que la realidad de la resurrección trasciende la propia historia, por eso Jesucristo resucita al margen del foco y la cámara. La noche es la única testigo de este hecho. Los discípulos experimentarán una única realidad: Jesús, aquel al que crucificaron, está vivo. Esta vivo y por eso se hace presente en sus vidas transmitiendo la paz en unos casos (cf. Lc 24,36), abrasando el corazón y abriendo los ojos mediante la fracción del pan en otros (cf. Lc 24,13-35), confirmando en la misión a sus discípulos en otros (cf. Jn 21,15-19); finalmente, enviándolos a expandir el Reino (cf. Mt 28,19-20). Podemos decir que estos pasajes presentan a Jesús como aquel que ha hecho buenas sus profecías sobre lo que tenía que suceder: que tenía que morir y resucitaría al tercer día (cf. Mc 9,31). Así, Jesús vence absolutamente a todo, también a la muerte, desde el ejercicio de su libertad al asumir como primado de su vida la realización de la voluntad del Padre. Esta voluntad se presenta en el Hijo en forma de vida. Esta vida es única, porque nunca antes alguien en la historia de la humanidad se había atribuido de una manera tan directa el triunfo sobre la muerte. El Padre, por la acción del Espíritu Santo no simplemente libra al Hijo de las garras de la muerte, sino que por la vida antes llevada, el destino de Jesús no podía ser otro que el de la vida en eternidad. Aquel que predicó el mensaje del amor eterno de Dios Padre, se convierte en contenido de la predicación. De modo que de predicador, Jesús se convertirá en predicado, en protagonista acreditado con su vida de este amor auténtico, alejado de toda tentación por vía de manipulación ideológica.

La resurrección para los cristianos, por tanto, no es una vuelta a la vida, tampoco es la reanimación del cuerpo; es la transformación de nuestra vida única a través de la acción del Espíritu Santo en aquello para lo que hemos sido creados desde los inicios: para el amor eterno. Desde esta consideración, podemos afirmar que la resurrección no es una experiencia que el cristiano se reserva para la superación de la muerte, sino que esta resurrección, esta vida eterna, este amor entrañable del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo lo experimentamos y se hace realidad en nosotros cuando somos amados y respondemos positivamente a esta llamada a amar. Es en el amor a Dios y al prójimo donde comenzamos a experimentar lo eterno de Dios, de modo que cuando llegamos al momento de la muerte, acogernos a la resurrección no se va a convertir en un recurso fácil del que dispone el cristiano para anestesiarse ante el drama de la muerte. Si no, ¿cómo podemos entender el aplomo y el señorío de Jesús antes de ser ejecutado? Y como consecuencia, ¿cómo habríamos de entender el desprendimiento tan radical de la vida que nos han mostrado tantos y tantos mártires a lo largo de estos siglos de historia de la Iglesia? No, ellos no experimentaron el misterio de la resurrección de Jesús tras la muerte, sino antes. Esto es lo que a ellos les daba la fe. Era la garantía de que lo que vivían en su vida cotidiana se haría expresión suprema en el encuentro total y definitivo con el Padre. Por eso, San Pablo podrá proclamar con una radicalidad que, reconozcámoslo, da algo de vértigo, lo que sigue: “para mí la vida es Cristo y morir significa una ganancia. Pero si continuar viviendo en este mundo va a suponer un trabajo provechoso, no sabría qué elegir… Por una, deseo la muerte para estar con Cristo, que es con mucho lo mejor; por otra, seguir viviendo en este mundo es más necesario para vosotros” (Flp 1,21-24).

La alegría, la paz que trae Cristo resucitado se traduce en la persona en la expulsión de todo temor. Si Cristo está en nosotros, si nosotros nos sentimos afectados por la presencia real y amorosa de Cristo, ¿a qué hemos de temer?, ¿qué nos hará tambalear en esta vida? Feliz Pascua de Resurrección.

Juan Carlos Moya, OFM 
 
 


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